Volver nunca fue tan emocionante como el día en que había
pasado tantos días lejos, lejos de todo, de ese afecto familiar que abriga el
alma y alimenta el sueño, de los amigos de siempre que aparecen cada tanto
porque el tiempo ha hecho lo suyo otorgando obligaciones y sin embargo siguen
unidos como compartiendo un cordón umbilical que no se rompe a pesar de la
distancia, lejos de los lugares que adopté o me adoptaron por periodos de
tiempo, lejos del paisaje hogareño, de las montañas y las calles pequeñitas que
atravesé montones de veces aprendiéndome el camino de memoria… El regreso se
llenó de un aire de nostalgia tan inevitable como siempre en mí, tan bello como
esas noches de añoranza de estar de nuevo en casa, tan alegre como la sonrisa
de mamá, tan cálido como un abrazo eterno de la abuela, tan tierno como la
mirada inocente de mi sobrina, tan bello, tan mágico…
Y sin embargo, volver fue darme cuenta que ciertas cosas
habían cambiado, que no siempre al regreso hay encuentros, que el regreso
también se carga de ausencias
insoportables convertidas en recuerdo. Así fue volver y aunque sigo disfrutando
de este tiempo de estadía, una sensación de amargura aparece a ratos trayendo a
colación las despedidas que no dí, con la esperanza que no fueran adioses para
siempre y que hoy con lo que queda se convierten en suspiros atrapados en el
aire.